Por más que lo intente, no logro contener mi amor por los autores y sus obras, dispersas en incontables ediciones, por todas las librerías del país.
Nunca falta un escritor en mi memoria, que inspire mis estancias casi eternas en librerías locales.
Virginia Woolf, y sus obras: La Sra. Dalloway (1925), Las olas (1931) y Entre actos (1941); han sido objeto de mi más reciente curiosidad literaria; mientras termino Londres, un libro que reúne seis ensayos que la autora escribió en 1931 para una revista inglesa.
Resulta fascinante sentir el olor a libros cada vez que ingreso en las librerías. Ver de paso, las últimas novedades, segundos antes de entrar en la búsqueda específica.
No me gusta preguntar, sino investigar por mi misma. Las horas pasan cual segundos, mientras busco en orden alfabético, por los estantes más próximos al suelo.
Sólo consigo Las olas , a casi cuarenta pesos. No lo puedo comprar, tampoco es urgente. Debo terminar Londres, y ponerme a leer tantos otros libros, de autores con quienes todavía no me he deleitado.
La gente debe mirarme como a una loca, mientras busco frenéticamente, y acumulo otros tantos libros interesantes que leer, antes de conocer sus imposibles (nada urgentes) precios.
Contener impulsos es la clave, para salir airosa y no gastar; mientras el tercer y último tomo de Cuentos completos, por Julio Cortázar, ruega que lo lleve conmigo a casa, para completar la colección. Treinta y cinco pesos. Imposible ahora. No es urgente. Otra vez será.
Una mezcla de ternura y comicidad invade mi rostro al ver las caras de los vendedores, cada vez que salgo de las librerías, luego de al menos tres horas internada entre diversos autores y sus obras. Si tuviera dinero, las compraría todas, aunque no fuera urgente.